Piedra Verde
JADE
Leyenda posible de una piedra verde
Por : Angel Suarez
Se dice que sucedió
alrededor del año 900 de la llamada era cristiana.
En la zona de lagos de lo que después seria conocido como cuenca de México.
En la zona de lagos de lo que después seria conocido como cuenca de México.
Una mañana antes del amanecer, a bordo de una canoa desde Zumpango hasta las orillas de la prácticamente abandonada ciudad de los dioses, hoy conocida como Teotihuacan, se aventuró un hombre pobre, semi desnudo, de larga cabellera, piel de bronce y escasa barba.
En la penumbra, el hombre acomodó su embarcación en la orilla, adentrándose tierra adentro en busca de las ruinas de lo que alguna vez fue una ciudad rebosante de vida. Su propósito era realizar un sacrificio a Tlaloc para atraer la buena fortuna en sus anhelos. En medio de la penumbra, sangró su lengua en un acto de sacrificio de sangre, pronunciando antiguos conjuros que había aprendido hace tiempo.
De regreso a su canoa, aún cegado por la oscuridad, le llegaron leves destellos del horizonte. Entonces, sintió un movimiento de aire a sus espaldas y percibió en las sombras la presencia de un felino negro de ojos verdes y amenazantes. Con cautela, se encaminó hacia la orilla, pensando en huir nadando, cuando sus pies toparon con la forma de una piedra. Tomándola en sus manos, notó su peso y rasgos metálicos, decidiendo usarla como honda y lanzándola en dirección al felino. Este, al escuchar el zumbido del proyectil, iluminado por los primeros rayos de sol, huyó en dirección opuesta, dejando escapar un grito aterrador, como el lamento de una mujer, que desgarró el silencio del amanecer.
Al darse cuenta de su seguridad, el hombre notó el brillo de la piedra caída en el suelo lodoso, descubriendo que era de oro. Regresó al lugar donde la tomó y, tras varias horas de búsqueda, recolectó una cantidad abundante que guardó en un costal. Subió a la lancha y, sin pensarlo, se dirigió al cerro del Tepeyac, cerca de donde solía trabajar en una milpa de maíz de su calpulli. Meditando sobre cómo proceder con ese oro, le vino la idea de esconderlo en una hoya de barro.
En la cima del cerro, rodeado de árboles, enterró la hoya, sin encontrar una forma adecuada de marcarla. Optó por amontonar algunas piedras de jade que llevaba consigo. Continuó su vida normal, reflexionando sobre la mejor manera de utilizar su tesoro. Temeroso de atraer la codicia de poderosos señores, pensó en convertirse en comerciante y realizar intercambios lejanos.
Pero la responsabilidad familiar le frenó. Con esposa fallecida y la mayoría de sus hijos solteros, decidió esperar el momento adecuado. Algunos días de la semana, regresaba al escondite para verificar su tesoro, llevando más piedras de jade para marcarlo. Al ser cuestionado por sus hijos sobre el propósito de llevar las piedras, les decía que era en memoria de su difunta esposa.
Inesperadamente, el hombre murió por una repentina enfermedad, pero antes transmitió el secreto a su hija más sensata. Esta continuó llevando flores y piedras de jade al lugar, y tras casarse, su esposo preguntó por las visitas. Desconfiada, le dijo que era en memoria de su difunta madre. El esposo erigió una figura de piedra y un altar en el lugar.
La hija, conocedora del tesoro, pasó el secreto a sus descendientes. El altar se convirtió en un templo, la figura de barro en una de piedra, y la madre muerta fue venerada como la diosa madre. La familia del tesoro se multiplicó, formando un solo calpulli. El último conocedor del secreto, 25 años antes de la llegada de los españoles, murió en un parto sin pasar el secreto.
Se dice que su espíritu vaga con lamentos alrededor del lago, dejando tras de sí un templo que, con el tiempo, atrajo a más creyentes que buscaban la protección y milagros de la diosa madre.
La última descendiente, una mujer que, tras la muerte de su madre, heredó el secreto del tesoro escondido en el cerro del Tepeyac, a la orilla del lago. La última conocedora del misterio, unos veinticinco años antes de la llegada de los españoles, murió en el proceso del parto sin compartir la valiosa información.
La tragedia no se detuvo allí. Desgarrada por el dolor y la pérdida, la última descendiente lloró penando en las orillas del lago, gritando por sus hijos. Sus lamentos resonaron en la bruma de la madrugada, mezclándose con el susurro del viento entre los árboles. Los ecos de su tristeza se adhirieron a las aguas del lago, como si la mismísima naturaleza lamentara la carga que recaía sobre esta mujer, portadora de un secreto que se extinguiría con ella.
Mientras lloraba, su voz parecía tejer una triste melodía con el viento, una canción de pena que susurraba la historia de un tesoro enterrado y de un destino marcado por la codicia y el silencio. Las lágrimas de la última descendiente, impregnadas de la añoranza de su madre y de la carga del conocimiento no compartido, se mezclaron con las aguas del lago, como ofrenda a los dioses que habían visto nacer y desvanecerse una riqueza ancestral.
El lugar donde yacía el secreto, en la cima del cerro del Tepeyac, a la orilla del lago, se convirtió en un santuario de susurros y lamentos. La mujer, en su desesperación, anhelaba que sus lágrimas y gritos alcanzaran a sus hijos en algún rincón del más allá. Pero el destino, cruel y misterioso, vendió sus lamentos en el viento, llevándolos a través de las edades como un eco perpetuo de la tragedia oculta bajo la tierra.
Mientras tanto, la figura de la diosa madre en el templo, enriquecida con la añoranza y la tristeza de las generaciones pasadas, continuó atrayendo a creyentes en busca de protección y milagros. La historia del tesoro enterrado se convirtió en una leyenda, susurrada en las noches por los lugareños que, al pasar junto al cerro del Tepeyac, pudo sentir la presencia de aquellos que guardaron un secreto enterrado en las entrañas de la tierra.
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